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   En la cuasitotalidad de los ordenamientos jurídicos de Occidente, la ley ocupa el primer lugar en la tipología de las fuentes del Derecho. En el español, por ejemplo, su primacía es indiscutible frente a la operatividad de la costumbre y los principios generales. Pero ello no significa que toda corte, toda magistratura, se halle constreñida por los usos legales revelados en jurisdicciones ajenas a la propia.

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   La acción del Tribunal no se desarrolla de conformidad con un concepto de iustitia inspirador de un corpus normativo prefijado (fa). Es más, ni siquiera los jueces tenemos acceso a las sentencias, que pasan entre nosotros de boca en boca según el más sabio arbitrio. La posible jurisprudencia del Tribunal abarcaría necesariamente una amalgama de dictados e interpretaciones que podríamos tildar de consuetudinaria; esto es, sujeta al mismo devenir de las sentencias que se suceden, y de los individuos que las transmiten. De ahí la estimable labor de los amigos abogados, que conocen el estado de las cosas, y guían con prudencia a sus clientes.

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   Cacciari, evocando a Benjamin, señala en sus Iconne della Legge (Adelphi, 1985) que el «Kafka chino» -el que, según la leyenda, fue el primer jurisconsulto de nuestra tierra- no conoció ninguna norma «de naturaleza»,  si bien sí le constaba una trama de la que surgía un orden privado de Ley. Así, resulta fácil reconocer en nuestros procesos, más allá de una simple moderación aristotélica, una idea confuciana de la «justa medida» que requiere su tempo preciso, su li en continua evolución, siempre de la mano de las mores y los hábitos.

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   Resumiendo: mis colegas y yo no aplicamos ley alguna basándonos en los cánones modernos. Ya saben que el Tribunal «te acepta cuando llegas y te deja ir cuando te vas», lo que no implica que, en caso de optarse por salir, uno no vuelva a ser reclamado. De acuerdo, claro, con el procedimiento establecido.

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D. Álvaro Campos Suárez 
(Magistrado Superior)

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